"Pues
el Ángel de la Muerte extendió sus alas al viento, y posó su
aliento sobre la cara del enemigo al pasar, y los ojos de los
durmientes se tornaron muertos y helados, y sus corazones antes
latientes, ¡Ya por siempre parados! (Gergoe Gordon Byron, “La
destrucción de Sennacherib”)
La
vida y la muerte, la luz y la oscuridad, el amor y el odio, todas
caras de una misma moneda, la cual debido al cruento paso de la vida,
el tiempo y la propia existencia van creciendo como dicotomía a los
ojos de las almas de cada mortal, el cual ve como la dialéctica y la
confrontación van tomando cada vez más peso en su propia visión.
Hablar
de existencia es hablar de confrontación, es hablar de que más allá
del deseo propio de subsistir hay una inherente condición de
trascender e ir más allá de los limites que nos impone la propia
condición humana y el mismo paso del tiempo que inapelablemente nos
lleva por una senda cuyo final ya esta escrito de antemano y que más
temprano que tarde termina con el inevitable desenlace del cese de
existir.
En
el fondo de esta gran dicotomía, que desgraciadamente parece no
tener más vueltas ni finales que las interminables historias ya
contadas, subyace un deseo muy superior a cualquier otro y que hace
que esas mismas historias tengan un sentido y que al final la misma
existencia tenga un sentido por si misma. Me refiero a la vida misma,
pero no a esa vida carente de sentido ni a esa existencia pasiva
frente a la eventualidad, sino a esa vida llena de intención y de
deseo que más allá de la trascendencia obligada busca la gloria
anónima, esa gloria de sentir que se entrego todo por un ideal, por
una causa, por una idea.
Pero
en el fondo ¿Qué nos lleva a esa entrega?, a esa faena que después
de todo termina por darle un sentido heroico a una existencia tan
fugaz como la vida y que después de todo nos reconforta con una
agonía placentera al despegarse de la vida con una sonrisa en la
cara al sentir que se hizo lo correcto, con esa sonrisa que dice
quizás más que la propia vida al rememorar cada historia antes de
la última campanada y de ese último aliento con el que la muerte se
hace nuestra compañera y donde el Thanatos retoma su infinita tarea
de renovar el ciclo.
Ese
sentido viene de lo más profundo del ser, donde todo lo virtuoso
tiene su génesis y donde nace el motor de la verdadera voluntad que
nos lleva a alcanzar, más que las metas, la verdadera esencia de la
humanidad, esa chispa que convierte la más densa de las noches en el
más luminoso de los amaneceres.
Me refiero en última instancia al amor, pero no al amor idealizado
ni mucho menos al amor prostituido por miles de historias cuyo rosa
color podría enturbiar cualquier idealismo, ni a ese amor químico
que adormece y envicia al cuerpo y a la mente. Me refiero al amor
verdadero, no ese amor cristiano que promulga un falso sacrificio y
la sumisión, sino al amor real que es digna expresión de todo lo
vivo, de ese amor que da una madre al entregar la vida por sus hijos
o el amor de una amistad que dura toda una vida. Ese sentimiento que
nos lleva cada día a entregar más y que nos mueve a crear, a
sentir, a vivir y a compartir. Ese amor que al final nos dice que
somos todos seres sensibles sin importar condiciones ni pretextos y
que nos invita a sentir que sólo existe una clase, la clase humana
donde las existencias son compartidas.
“Permitidme
que diga, aún a riesgo de parecer ridículo, que el verdadero
revolucionario se guía por grandes sentimientos de amor”
Ernesto
Guevara
Con
estas simples palabras se hace presente que ni la más cruenta de las
batallas se puede librar en base al odio y que la búsqueda de la
justicia es una gesta que se construye desde lo más puro del
corazón, porque en este vaivén de emocionalidades superfluas el fin
último es no perder el fin, no perder ese norte que nos lleva
siempre a dar lo mejor, a entender ese verdadero sacrificio que
significa el dar la vida aun consciente de que significa poner fin a
todo.
Más
allá de vida o muerte y las inherentes repercusiones de aquello
existe algo superior en el sentido de entender que aquello que se
construye en base al amor es fácilmente destruido en base al odio,
donde el Thanatos se convierte en precursor de la propia destrucción
de la humanidad y donde Eros se esgrime como último bastión de
resistencia ante este cada vez más cercano fin.
Entender
conceptos que suelen parecer tan cercanos a veces sin amor es un
sinsentido, ya que la fraternidad sin amor es como una nave sin
tripulantes, la cual vaga sin rumbo en las turbias aguas de una
esencia que pocos ya se molestan en comprender y donde cada vez
parece más complejo construir.
Indiferente
de la batalla que se pelee y de cuan ardua parezca lo fundamental es
jamás perder el foco de lo que realmente es importante, porque no
importa cuanto se construya, si esto se basa en el odio y en la
división se volverá a caer una y otra vez en un circulo sin sentido
de destrucción y muerte, porque lo único que al final del día nos
mantiene unidos y es la verdadera esencia de la existencia es el amor
real a cada ser, porque si perdemos aquello, finalmente habremos
perdido la última de las batallas frente a la muerte y en ese
momento ya no quedará nada más porque luchar.
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